«Sí, ermitaño. ¡Así es como se combate el mal! ¡Si el mal quiere prepararte un perjuicio, causarte daño, adelántate a él, lo mejor allí donde el mal no se lo espera! Sin embargo, si no has podido adelantarte a él, si el mal te ha dañado, ¡házselo pagar entonces! Alcánzalo, lo mejor cuando ya no se lo espera, cuando ha olvidado, cuando se siente seguro. Házselo pagar el doble. El triple. ¿Ojo por ojo? ¡No! ¡Los dos ojos por un ojo! ¿Diente por diente? ¡No, todos los dientes por un diente! ¡Hazle pagar al mal! Con¬sigue que aúlle de dolor, que le estallen los globos oculares de tanto aullar. Y entonces, cuando lo mires en el suelo, puedes decir con seguridad y sin miedo que esto que yace aquí ya no va a dañar a nadie, que no supone un peligro para nadie. Porque, ¿cómo va a ser un peligro si no tiene ojos? ¿Si le faltan las dos manos? ¿Cómo puede dañar a nadie si sus tripas se arras¬tran por la arena y la arena absorbe su sangre?
—Y tú —dijo el ermitaño lentamente— estás con la espada ensangrentada en la mano, miras la sangre que absorbe la arena. Y tienes la insolencia de pensar que has resuelto el problema eterno, que has alcanzado el sueño de todo filósofo. ¿Piensas que la naturaleza del mal ha cambiado?
—Sí —dijo ella retadoramente—. Porque lo que yace en el suelo y sangra ya no es el mal. ¡Puede que todavía no sea el bien, pero con toda seguridad ya no es el mal!
—Dicen —dijo el ermitaño lentamente— que la naturaleza no aguanta el vacío. Lo que yace en la tierra y sangra, lo que cayó bajo tu espada, ya no es el mal. Entonces, ¿qué es? ¿Has reflexionado acerca de ello?
—No. Soy una bruja. Cuando me enseñaron, juré combatir el mal. Siempre. Y sin reflexionar.
«Porque cuando se comienza a reflexionar —añadió Ciri con voz sorda— el matar deja de tener sentido. La venganza deja de tener sentido. Y eso no se puede permitir.
Él agitó la cabeza, pero ella, con un gesto, le impidió argumentar.